Históricamente las guerras se libraban entre Estados por el control de los recursos. Esa situación está cambiando. La globalización del sistema neoliberal impulsada por Occidente ha desplazado las guerras a la periferia de las grandes potencias donde los combates se desarrollan en el interior de los Estados entre tropas regulares e irregulares. Allí, los denominados Señores de la Guerra compiten por la gestión de la ayuda humanitaria, los recursos naturales o el control del narcotráfico en unos países asolados por los programas del Banco Mundial que han arrasado con lo que había de Administración capaz de gestionar un país.
En ese panorama las guerras se sostienen hoy en una red de violencia privatizada y financiada por los grupos de poder, habitualmente en el primer mundo, que tienen intereses en el campo de batalla. Como bien señala el autor de este libro: “Esto queda particularmente patente en el desarrollo que presenta el ejército estadounidense, el cual crea en su mismo seno elementos de privatización que integran la conducción de guerras a la economía de mercado. Las compañías militares privadas –generalmente fundadas por antiguos soldados de carrera- asumen hoy ya no sólo la construcción de campamentos militares, sino cada vez más (también) misiones de combate”. Los autores de este libro recuerdan con ironía como en la declaración de la independencia de Estados Unidos se calificaba el uso de mercenarios por el rey de Inglaterra como “totalmente indigno de una nación civilizada”.
Esta obra, del alemán Dario Azzellini en colaboración con otros diez especialistas, repasa cómo los actos militares de los Estados Unidos y las elites son usados para asegurar su dominio. Pueden ser paramilitares en México o Colombia, pero también compañías militares privadas que reclutan antiguos policías para patrullar en los protectorados de los Balcanes, Afganistán o Iraq. En otras ocasiones, forman parte del sistema de control que permite saquear países, como en Africa, donde los aparatos militares africanos se transforman en empresas de la industria minera y llevan a cabo luchar armadas por el dominio de las minas de diamantes o coltán. Pueden integrar el cuerpo de guardaespaldas del presidente afgano Abdul Hamid Karzai o estar al servicio de las transnacionales petroleras en Nigeria protegiendo los oleoductos. Se trata, en conclusión, de la integración de la guerra y la muerte en la economía de mercado.
El repaso a la situación de una decena de conflictos, permite conocer cómo en Colombia se crearon los grupos paramilitares por parte de las elites locales y se contrataron compañías militares privadas bajo el auspicio financiero y político de Estados Unidos. Las víctimas suelen ser sindicalistas, activistas de derechos humanos o miembros de movimientos campesinos, que se convierte en blanco de sus ataques tras ser calificados de simpatizantes de las guerrillas. Algo similar suceden en Kurdistán y Turquía, donde una alianza entre políticos, militares y narcomafia dirige la paramilitarización del conflicto kurdo en Turquía.
El paramilitarismo también se impone en México y Guatemala al servicio de las elites dominantes. En Serbia, Bosnia y Kosovo, los paramilitares jugaron un papel fundamental en las guerras fratricidas que desintegraron la federación yugoslava. Afganistán, tras la invasión, se ha convertido un tierra de Señores de la Guerra que se reparten el poder y el cultivo del opio. En zonas como Indonesia o Congo se presenta como guerra étnica y tribal lo que no es otra cosa que el enfrentamiento de aparatos militares, milicias y paramilitares al servicio de poderes económicos, en muchas ocasiones de países ricos que logran poner en los mercados de Ginebra, Nueva York o Tel Aviv diamantes y otras riquezas naturales.
Dos capítulos de la obra detallan el funcionamiento de lo que los autores llaman compañías militares privadas (CMP´s), es decir, la forma moderna de los mercenarios.
El último capítulo se dedica a Iraq, país donde una de cada ocho personas trabaja en tareas militares o de seguridad. Tras la muerte de varios mercenarios de la compañía militar privada Blackwater USA a manos de la insurgencia en Faluya en marzo de 2004, se descubrió el entramado de mercenarios que se ocultaba tras el eufemismo de “empresas contratistas”. Mediante esa modalidad, y con sueldos que pueden llegar hasta los 1.500 dólares diarios, estas compañías logran burlar los límites establecidos por el Congreso norteamericano y la normativa humanitaria internacional para los conflictos. Ellos no tienen que responder ante nadie. Un negocio mundial que se estima en 200 millardos de dólares anuales destinado a las compañías militares privadas.
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